Virutillas de tinta se abrazan a un papel
y forman signos de un lamento o de un sueño.
El sueño es libre de sentarse un rato
en cualquier plazoleta del pasado,
o caminar distraído
por el filo de un tajo de existencia,
y llegar hasta un amor sin aritmética,
sin ahorros, con ocho o diez sentidos.
El lamento, un grito tan azul
y tan mudo, que no cabe en el espacio,
un vapor microscópico de lágrimas,
el salto necesario de una rana
en la estepa bruñida de azabache
del peso irremediable de los pianos,
en lo oscuro de un túnel que encañona
el tránsito de vientos que iluminan
los misterios que llevamos dentro.