jueves, 9 de enero de 2020

ILUSTRES, DISTINGUIDAS AVESTRUCES





Si pudieran pararse
más de un minuto delante del espejo,
mirarse sin guión 
y verse sin chinchetas de frases masticadas, 
tragadas y grabadas en la médula,
si pudieran pensar sin sus bozales...

Si hubieran conocido 
las mañanas del hambre aletargada,
los sueños tristemente equivocados 
en las tardes de arena y desconfianza,
la sencilla prioridad del agua, 
la paz, el grano, el fuego...

Sesudas avestruces
o gallinas de sonora oratoria,
graznando sus verdades calculadas,
dictaminando culpas obsoletas,
todo lo que respira es sospechoso 
de querer estar vivo sin permiso.

Cacarean su dignidad postiza,
pregonan su mercado de adulación al peso,
su soberbia ciega con un ojo entreabierto,
tan discreta en los púlpitos,
tan ferviente y eficaz en los teatros 
del progreso, la envidia y la fama.

Odian porque no saben hacer nada 
que no les hayan dado en propiedad,
que no les hayan tatuado 
desde siempre en sus palacios centenarios,
o inyectado en el incendio de sus chozas.
Solo saben besar a quien no los conoce,
o a gente cuyo asco
no es mayor que su miedo y su miseria.

No quieren verlo, 
no quieren saberlo,
pero la savia es como la higuera,
nace bravía, no pide licencia, 
expande lentamente su terreno.
El hacha solo puede 
demorar su dominio.
Los limpios respirando su canción y su abrazo,
heredando su único planeta, 
sembrándolo de todo lo que nutre y enseña.

Se acerca el día, 
los distinguidos, los depredadores, 
aniquilados en su propio castillo, 
su mísera endogamia de la historia,
su solitario engaño de sí mismos.


Ilustres, distinguidas señorías,
sesudas avestruces escondidas,
a resguardo en la farsa 
de sus instituciones exclusivas,
les crece la cabeza dentro del agujero 
quedarán atrapadas en lo oscuro,
en el subsuelo de su pánico ofendido.



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